Recuerdos de un fin de semana en Estocolmo

Hubo una época -al menos yo he comenzado a pensar en ello como algo lejano puesto que ya nunca me ocurre- en la que entrar en las webs de búsquedas de vuelos era como entrar en el mercadillo de los domingos: Londres ida y vuelta 25€; Bruselas 15€; Milán 30€. Recuerdo ese mito que corría por los pasillos de la Facultad (también en el centro de salud de mi madre y hasta en los baños de los aeropuertos) sobre una pareja que encontró billetes por dos céntimos.

Esos tiempos felices pasaron y ahora acabo indignada pagando 150€ por un billete con Ryanair -como buena pringada que soy-, quejándome de las penurias que me veo obligada a sufrir a pesar de haber pagado como un vuelo de Air France (iba a decir Lufthansa, pero ya sabéis cómo están las cosas).

Al grano. El pasado mes de septiembre estaba navegando por estas páginas, recordando viejos tiempos, cuando, de repente, el milagro: París-Estocolmo 35€. NO WAY. Mi primera reacción fue llamar a Irene para compartir la euforia pero su respuesta fue más intensa de lo que esperaba: Vamos. Y fuimos.

Fue un viaje bastante corto puesto que salíamos el viernes por la tarde y volvíamos el domingo por la noche, pero, ¿a quién le importa? 35€ por ir a Estocolmo. Por si fuera poco trote, el aeropuerto era Beauvais, un castigo para cualquier ser humano puesto que añade dos horas más de viaje y otros 30€ aunque eso lo pensamos tarde.

Al final mereció la pena. Acabó siendo una de esos viajes de albergue en los que hablas con todo el mundo y acabas haciendo amigos en y de cualquier parte. Durante el vuelo de ida comenzamos a charlar con Victor, el compañero de asiento que viajaba en un grupo de siete u ocho amigos. Nos llevamos bien y pasamos dos horas intercambiando opiniones y visiones de Francia y España. Casualidad que al día siguiente, a última hora de la tarde, cuando nos disponíamos a entrar en el Museo Vasa encontramos a Victor con sus amigos y decidimos ir a cenar todos juntos. Acabamos de fiesta a las 4 de la mañana en una discoteca de raperos y jennies from the block, que se reían de los francesitos que les seguían los bailoteos de negratas sin ningún tipo de pudor. Nos echamos unas buenas risas.

Pero ya saben, somos jóvenes y dormir dos horas para madrugar y seguir pateando la ciudad no supone un problema. Fueron 48 intensas horas en las que aprovechar las siete horas de luz era elemental.

Las primeras impresiones de la ciudad el viernes por la noche cuando llegamos en autobús desde el aeropuerto fueron impresionantes. Era tarde y pocas luces se mantenían encendidas en las casas, flotando -como quien dice- entre las más de 14 islas que conforman Estocolmo. Como llegamos muy tarde a la estación central decidimos coger un taxi hasta el hostal -aunque sepan que en Estocolmo el metro está abierto las 24 horas durante los fines de semana-, con la suerte de topar con un conductor que no hablaba ni papa de inglés (ni de español ni de francés y creo que ni sueco). Al final conseguimos entendernos y en mitad de la noche y de la lluvia llegamos al albergue.

El sábado por la mañana salimos a las ocho y media después de desayunar como campeonas y fuimos en metro hasta Gamla Stan, la isla donde se sitúa el casco antiguo. Las calles estaban llenas de decoración navideña pero aún tranquilas a primera hora. Allí se encuentra la pintoresca Stortorget o la Plaza Mayor, que en ese momento acogía un típico mercadillo navideño con productos artesanales de decoración y comida; también el Palacio Real o la Academia Sueca.

Decidimos coger un barco y hacer un tour alrededor de las islas para tener una buena panorámica de la ciudad. Cuesta unos 15€ y además hay explicaciones para descubrir las típicas curiosidades históricas o arquitectónicas como por qué ese parecido con la arquitectura parisina o cuál es el origen de las distintas islas.

Al salir seguimos andando esta vez hasta el distrito de Norrmalm y el residencial barrio de Vasastan. La población de Estocolmo tiene un aire muy cosmopolita y un estilo muy personal. Ya estoy acostumbrada a ver “personajillos” pasear por París, Madrid o Londres, pero allí parecían camuflarse mejor, como si vestir naranja, verde y rojo en un mismo look no fuera un problema (¿lo es?). Incluso nos cruzamos con Caroline Blomst, la mítica bloguera que lleva desde hace años Stockholm Street Style.

A las cuatro ya era de noche y paseábamos por Strandvägen, algo así como un paseo marítimo a lo nórdico, disfrutando de las luces de navidad, cuando nos encontramos con nuestros amigos del avión. Lamentablemente el Museo Vasa estaba ya cerrando y nos quedamos sin entrar, así que decidimos cruzar las islas con el barco (una especie de barco-bus) e ir hasta Fotografiska. Con el aspecto de una fábrica antigua, Fotografiska es un centro de fotografía contemporánea de lo mejor que he visto hasta ahora, donde además ofrecen conciertos y puedes pasar un par de horas entre las exposiciones y el bar restaurante con unas vistas increíbles de Estocolmo.

El domingo, tras dos horas de sueño, seguimos nuestra marcha esta vez por el barrio de Östermalm, con la intención de subir a la Torre Kaknäs y dar un paseo por el parque donde se encuentra. Nuestros planes no salieron muy bien porque un tipo nos mandó en la dirección contraria y después de andar durante dos kilómetros nos tuvimos que dar media vuelta por falta de tiempo. Al final acabamos de restaurantes y panaderías probando pan de jengibre y otros platos y dulces típicos de Suecia.

En el bus de vuelta al aeropuerto coincidimos con tres italianos que venían de participar en el torneo de un curioso juego de bolas que se practica en la arena de la playa donde los participantes van disfrazados con máscaras de látex. Soy incapaz de recordar cómo se llamaba la extraña competición que tanto apasionaba a estos italianos y que incluso nos invitaron a Pescara para conocer “el gran torneo” de septiembre, pero mientras más nos contaban y más fotos nos enseñaban más nos reíamos. No de ellos, sino del extraño juego.

Un par de horas después volvíamos a aterrizar en Beauvais aunque lo último que recuerdo es arrastrarme hasta el bus que me llevaría de vuelta a París y darme un golpe con la ventana antes de caer en un profundo sueño. No sé yo si aguantaré estos viajes-paliza por muchos años.